(HASTA LA PRÓXIMA es una columna publicada en el semanario Unión 1222 del STUNAM)
A los 15 años mi padre tuvo la idea de meterme a un grupo de scouts. Ignoro las razones que tuvo pero fue el mejor año de mi preparatoria.
El grupo 20 de Toluca era un oasis de energía para mí, todos los sábados a partir de las 4:00 p.m.
Tere, una de mis compañeras de salón, había pertenecido desde pequeña a ese grupo y fue la encargada de darme mi pañoleta y mi nudo cuando hice mi promesa scout.
Eran sábados de juegos, competencias, risas y compañerismo. Ser hija única me había hecho una niña aparentemente sociable pero con poca tolerancia a la frustración, característica que hasta hoy perdura pero que he ido puliendo con el paso de los años y las experiencias.
Era muy buena haciendo nudos con la piola, muy buena… también en las competencias donde tenía que ser veloz y gritaba como nadie el grito de mi patrulla.
Pero algo que descubrí es que tenía unos excelentes reflejos, a veces sin proponérmelo y, la jefa de la tropa femenil, me lo hizo notar.
De ese momento de mi adolescencia, rescato el lema de las troperas: SCOUT SIEMPRE ÚTIL.
A la fecha, trato de hacer honor a ese lema y al saludo scout: EL FUERTE PROTEGE AL DÉBIL.
En fin, treinta años han pasado de esos días…
Si, era Toluca, una ciudad pequeña que ha crecido exponencialmente así como la Ciudad de México. Aunque está última sea ejemplo de una gran ciudad con todo grande; sus bellezas y sus complicaciones.
México, cómo le llamaban los abuelos, como herencia del Señorío Mexica, se ha convertido en una ciudad en extremo violenta y caótica.
Y ni siquiera me referiré a los índices de violencia documentados por la prensa y el gobierno (que tiene otros datos, por supuesto) sino a la violencia cotidiana de los que compartimos esta ciudad a tramos de tiempo al trasladarnos de un lugar a otro.
Ser peatón, conductor o pasajero… nadie está exento de la violencia activa o pasiva de lo cotidiano.
Justo hace una semana, viajaba como cualquier citadino normal en el transporte público. Imaginarán ustedes que estaba pegada a mi celular comunicándome con el mundo (con mis hijos para ser exactos); sentada en una banca lateral, absorta en la charla virtual que sosteníamos a punta de mensajes de WhatsApp, advertí que subía una señora con dos bolsas voluminosas, ella como de mi edad, alta con cabello corto, pagó al conductor y comenzó su breve pero complicada travesía a la parte de atrás del microbús.
Cómo llevaba sendas bolsas, era lógico que pasará a rozarnos con ellas mientras pasaba. Hasta aquí ningún problema, ¿cierto?
Mi visión periférica fue entrenada por adolescentes durante 20 años, así que, aunque estaba absorta en la divertida conversación, vi las peripecias de la señora mientras avanzaba por el estrecho pasillo.
Justo cuando iba a llegar a la altura de donde me encontraba sentada, el movimiento de la unidad y lo grande de las bolsas, hubieran provocado que tirara mi teléfono con ellas.
En este instante mis reflejos se accionaron y, con un movimiento rápido de mi brazo izquierdo, esquivé el roce salvando a mi teléfono de la caída y continué sin chistar ni parpadear escribiendo mensajes.
Quien me conoce sabe que soy un cúmulo de extremos, mi gesto habitual dice QUITATE, NO ME MOLESTES, aunque ya en la convivencia más cercana llegue a ser casi una dulzura.
Pues la combinación de mis reflejos con mi cara adusta provocó que, la señora en cuestión, hiciera un alto abrupto un paso delante de donde me encontraba sentada y dijera en voz alta (más de lo habitual): ¡Uy, usted disculpe su majestad!
Su mirada era de odio de la más alta calidad y de profundo resentimiento. Y no, no lo digo porque hubiera reaccionado y la viera directamente a los ojos, no. Sino porque sentía su mirada atravesando mi rostro, que fingía de manera magistral, más que indiferencia, inconsciencia o ignorancia de lo que sucedía.
Mi no reacción se debe a uno de los más primigenios instintos: el instinto de supervivencia.
Y es que, la ciudad se convierte en muchas ocasiones en una jungla, pero a mí no me gusta devorar al otro, soy más una especie que observa o que viaja ensimismada en su propio mundo, ese que se inventa por instinto también.
Señora, si usted leyera estás líneas (cosa improbable) le extiendo una gran disculpa por no explicarle que solo fue un reflejo mi acción, espero la vida nos de la oportunidad de viajar tranquilas en cualquier medio y en cualquier lugar; que a estas alturas de la realidad urbana, la paz interna es uno de los mejores ambiente en el que podemos vivir.
En fin, aquí una historia de viaje, cotidiana, insulsa, pero que les comparto como invitación para reflexionar un poco sobre a qué especie pertenecemos en esta jungla de asfalto llamada Ciudad de México.
“La ignorancia electiva es una gran herramienta de
supervivencia, quizá la mayor de todas”
Jonathan Franzen
HASTA LA PRÓXIMA